El fuerte viento me despierta, ya es de día, pero la oscuridad reina en mi habitación. Una oscuridad que se rompe por los pequeños hilos de luz que se filtran por esa persiana mal bajada de ayer por la noche. Miro el techo mientras escucho al viento dar impetuosos golpes a todo lo que encuentra en su camino. Me levanto para observar el mundo y un cielo grisáceo me da los buenos días dando señales de que la tormenta se acerca. Tengo sueño, mucho sueño, pero el movimiento brusco de los árboles me desvela. Los miro con detenimiento y veo como sus hojas se mueven de un lado para otro sin cesar, creando así, un precioso y desordenado baile de colores. Abro la ventana y el viento inicia un juego de susurros indescifrables para mis oídos. Sin darme cuenta, asiento con la cabeza y empiezo a seguir el compás que marca su música imaginando ser una hoja más. Su fuerza es más que increíble, lo noto, lo noto en todo mi cuerpo, siento como se filtra por cada poro de mi piel, como me roba la rabia que tengo acumulada y la deja volar por el cielo convertida en ráfaga de viento enfurecida. El cielo cada vez está más oscuro. Decido salir y en mi rostro impactan enormes gotas frías que se mezclan con el ambiente caluroso de principios de julio. Lágrimas de paz y tranquilidad se deslizan mejillas abajo mezclándose con esas gotas de lluvia. Me siento bien, me siento llena, la paz impera en mi pequeño reino caótico y emprendo un viaje hacia lo (des)conocido.

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