Hace años, una mujer de mediana edad, completamente desconocida para mí, me contó parte de su vida. Me gusta la gente así. Me gustan los desconocidos que se me acercan porqué les apetece hablar. De esos que sin decir nada en un principio te lo acaban diciendo todo. De esos que te hacen pensar. Personas anónimas que se hacen más notables que los de tu propio alrededor. Personas desconocidas que te marcan y se quedan un trozo de tu corazón. Esa mujer había sufrido durante toda su vida. Para ella la palabra vida era sinónimo a dolor. Beber era su única vía de escape. Beber le hacía olvidar lo que llevaba encima; los años de golpes, lágrimas y dolor. Beber le dejaba la mente en blanco. Aunque a veces, ese blanco, era un blanco tan sucio que se parecía demasiado al negro. Y eso a ella no le gustaba. La oscuridad le daba miedo, las noches en la calle eran una lucha continua para sobrevivir. Mientras hablábamos, me dijo con voz trémula, que cada noche antes de acostarse, se preguntaba: “¿Para qué me sirve vivir, si solo malvivo?” Después de esa frase un enorme silencio nos abordó. Esa pregunta hizo que mi cuerpo quedara invadido por un sensación de vacío descomunal. Pero el silencio que se creó entre nosotras no fue para nada un silencio incómodo (de esos que no me gustan nada). Fue un silencio con tanta fuerza que nos llenó más que cualquier palabra. Vi que las lágrimas querían salir de sus tristes ojos, pero en vez de eso, sonrío. Me sonrío. Y esa sonrisa habló por si sola. Y después de varios años y de no saber nada más de ella, esa sonrisa sigue en pie, hablando y con más fuerza que nunca.
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